Hace sólo diez días que llegó
la primavera y, entretanto, se nos ha muerto Adolfo Suárez. El buzo lo ha
vivido entre la alegría y, como no, la perplejidad. En efecto, a pesar de que
como he visto escrito en estos días, no hay un país, para morirse, como España,
donde también tenemos un irónico refrán ad hoc: a burro muerto, la cebada al
rabo; creo que SÍ se ha producido una explosión de afecto, de cariño y de
valoración sincera del hombre de una pieza, del político íntegro y genial que
tuvo la osadía de pensar que la concordia era posible y de ponerlo en
práctica.
Adolfo Suárez en septiembre de 1981 (Wikipedia)
Por otra parte, la perplejidad de ver, por una parte, cómo en estos últimos meses ha habido una intensa campaña de desprestigio de la transición en la que hubimos de ver cómo renegaban de ella muchos de los que, en su día, la apoyaron de forma entusiasta. Por otra, extrañarse de la memoria de pez, o desmemoria, de una sociedad y una clase política que apartó a Adolfo Suarez a insultos y empujones - recuerden el tahur del Mississippi - de la vida pública.
Hoy es su funeral y Madrid
está gris, como si hubiera vuelto el invierno. Este mal tiempo sobrevenido se
ha llevado por delante la flor de almendros y de cerezos que tan bien habrían acompañado el último adiós a Adolfo Suárez; con lo que no
resultaría todo tan triste, solitario y final.
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