Es este agosto inclemente del secarral
castellano en que bien podrían salir, por Torredondo, con la vía del AVE al
fondo; de por los rastrojos, digo, que podrían salir John Wayne y su compañero, centauros del desierto, montados a
caballo bajo un sol abrasador.
En este país profundamente salvaje en que
haciendo unos “mandáos” por Segovia,
a las seis de la tarde, recalas en un bar y un desmejorado “donandresoctogenario”, bohemio y desatado, se está apretando
una copa de ginebra a palo seco y otro paisano de la misma quinta, en la barra,
se toma un café con leche hirviente con unas patatas ali oli.
En este lunes ocho de agosto en que ha muerto La Terremoto y sentimos un
escalofrío como del fin de una época. Ya no hay cantantes así, ni carreras
artísticas semejante.
Uno se pregunta de dónde salía ese genio,
esa energía sin par, ese espontáneo descaro. Sería preciso que alguien completara
una minuciosa biografía artística de Dolores
Vargas. Para ponerla en valor como compositora de Achilipú o como intérprete incomparable de la cumbia La Piragua, que versionó – visionaria –
en 1970; sólo 3 años después de su creación por el colombiano José Benito Barros.
Brío y dramatismo, siempre, en la interpretación y
pura poesía estremecida la letra de La
piragua
…
impasible desafiaba la tormenta
un
ejercito de estrellas la seguía
tachonándola
de luz y de leyenda
que bien podría servir, en esta hora, como homenaje
a Dolores Vargas.
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